La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón (en latín, Pauperes commilitones Christi Templique Solomonici), comúnmente conocida como los Caballeros Templarios o la Orden del Temple (en francés, Ordre du Temple o Templiers) fue una de las más famosas órdenes militares cristianas. En el año 1118 después de Cristo, los cristianos controlaban una vez más Tierra Santa. La Primera Cruzada había constituido un éxito clamoroso. Pero aunque los musulmanes eran derrotados, sus tierras confiscadas y sus ciudades ocupadas, no habían sido conquistadas. En vez de ello, permanecían en los límites de los recién establecidos dominios cristianos, haciendo estragos contra todos los que se aventuraban a ir a Tierra Santa. La peregrinación segura a los lugares santos era una de las razones de las Cruzadas, y los peajes de ruta eran la principal fuente de ingresos para el recién constituido Reino Cristiano de Jerusalén. Los peregrinos acudían a diario a Tierra Santa, llegando solos, por parejas, en grupos o, a veces, como enteras comunidades desarraigadas. Desgraciadamente, los caminos no eran nada seguros. Los musulmanes permanecían al acecho, los bandidos vagaban libremente, incluso los soldados cristianos constituían una amenaza, ya que el pillaje era, para ellos, una forma normal de proveerse. Hay varios escritores que han escrito interesantes obras sobre los templarios, tales como Fernando Diez Celaya, Javier Sierra, Robert Ambelain, Juan Atienza. Lynn Picknett y Clive Prince, entre otros. Para este artículo me he basado parcialmente en las obras de estos autores, sobre todo en la obra “Los Templarios”, de Fernando Diez Celaya.
Según Juan Atienza, todas las noticias que tenemos de estos monjes guerreros vienen, con muy pocas excepciones, de su tierra originaria. Los investigadores franceses han entrado a saco en la orden, la han desmenuzado, la han transformado a su imagen y semejanza, y la han convertido en materia de uso prácticamente exclusivo. Sin embargo, los templarios fueron, de hecho, una especie de compañía multinacional esotérica, que había nacido de padres franceses muy lejos de Francia -en Jerusalén- y que se extendió rápidamente, en la medida de sus fuerzas y del tiempo que se les concedió, por todo el mundo conocido y hasta, en parte, por ese otro mundo que aún estaba por conocer. La península ibérica y las islas que forman parte de su territorio nacional fueron una de sus metas; en apariencia simples metas de poder económico y territorial. Pero, si nos detenemos a meditar en la circunstancia templaria, tenemos que preguntarnos: ¿fueron únicamente eso? la presencia templaria no fue sólo un acontecimiento político, guerrero o religioso -a nivel de religión oficial, se entiende-, sino una eclosión de auténtico esoterismo institucionalizado, que se cubrió, mientras pudo, de apariencias ortodoxas, mientras en la intimidad y en el secreto de las bailías y encomiendas se fraguaba una postura distinta que, a través de la influencia política y de la capa de obediencia a las instituciones religiosas y al papa, buscaba nada menos que otro saber. Y, a través de él, otro poder también, porque en la historia de la eterna búsqueda del hombre por el conocimiento se esconde -¡siempre!- un ansia de poder que coloque al que sabe por encima del que ignora. Saber y poder han marchado siempre unidos en la historia desconocida del hombre. Y, en este sentido, los templarios constituyen un ejemplo que pervive, aunque el tiempo y sus detractores hayan hecho secularmente todo lo posible por borrarlos del recuerdo.
La Orden del Císter, fundada por San Roberto en la abadía de Citeaux, Francia, en 1098, como renovación y recuperación de los ideales benedictinos y pureza de la regla original, intervino directamente en la creación de la Orden del Temple. Ya san Bernardo, abad de Claraval, presunto fundador o, al menos, inspirador de la orden, redactó sus estatutos y animó a sus familiares, sobre los que al parecer ejercía un gran ascendente, que a la sazón eran condes de Champagne o vivían en dicho condado, para que participasen directamente en la fundación de la orden, se vincularan a ella o la favorecieran con donaciones y legados. El trovador Albrecht Von Johannsdorf canta: «Me he hecho cruzado por Dios (…). Que Él me cuide para que vuelva, pues una dama tiene gran pena por mí (…). Pero si ella cambia de amor, que Dios me permita morir». Y el emperador Enrique VI en un rapto de amor cortés: «Saludo con mi canción a mi dulce amada / a la que no quiero ni puedo abandonar», versos que sin duda no dedicó a su esposa, la reina Constanza de Sicilia, a cuya familia mandó asesinar ante sus propios ojos. Hugues de Payans, el primer gran maestre del Temple, es señor feudal de un territorio cercano a Troyes y está emparentado con los condes de Champagne; André de Montbard, uno de los nueve caballeros, es tío del propio San Bernardo. Y San Bernardo, como sabemos, esel abad fundador de la abadía de Claraval, perteneciente a la orden del Císter (y de otras 343 casas abaciales), orden que hasta la fundación del Temple era refugio de caballeros y trovadores cuando éstos, hastiados de las pasiones del siglo, se retiraban a la vida contemplativa y recoleta de sus claustros, con su divisa ora et labora.
El movimiento renovador del Císter, apoyado en las abadías de Claraval, Citeaux. La Ferté. Pontigny y otras, recabó considerable poder y autoridad y desbancó a la antaño todopoderosa Orden de Cluny, de la que procedía y cuya regla enmendaba, en un intento por regresar a las fuentes primigenias de la pobreza benedictina, sobre todo durante la titularidad de San Esteban Harding (1109-1134) como abad de Citeaux, quien encargó a sus monjes la ardua tarea de descifrar y estudiar los textos sagrados hebraicos hallados en Jerusalén, después de la toma de la ciudad en 1095, con ayuda de los sabios rabinos de la Alta Borgoña. El Císter participó en la fundación de la Orden del Temple y también en la creación de las Órdenes militares de Calatrava (1164), Alcántara (1213) y Aviz (1147), que, curiosamente, heredarían y serían, pese a todo, continuadoras del Temple tras su proscripción. Los privilegios de la Orden del Císter encierran una fórmula que empleaban los caballeros templarios y en la que el neófito postulante, admitido a la orden, jura, además de los extremos relacionados con la fe, obediencia al gran maestre, defender a la Iglesia católica y no abandonar el combate aun enfrentado a tres enemigos. Y, por su parte, el juramento de los maestres templarios afirma, «según los estatutos prescritos por nuestro padre san Bernardo», que «jamás negará a los religiosos, y principalmente a los religiosos del Císter y a sus abades, por ser nuestros hermanos y compañeros, ningún socorro…». Esta frase da pie a algunos estudiosos (Charpentier entre ellos) para afirmar que el Temple fue, en puridad, una hechura completa de la Orden del Císter y de san Bernardo en particular, quien encargó a hombres de su confianza, los nueve caballeros, una misión especial y secreta.
Esta misión ponía en juego el poder de la propia orden —que, curiosamente, a los pocos años resultó ser tan poderosa y acaudalada como la orden cluniacense que se había pretendido reformar mediante la pobreza—, perseguía al parecer el descubrimiento de secretos milenarios, como el paradero del arca de la alianza o del santo grial, y pudo ser la responsable directa de la aparición del arte gótico en Francia. Por desgracia, el misterio que ha envuelto desde siempre a la Orden del Templo de Salomón no ha arrojado luz alguna sobre estas hipótesis. De manera que cuando un caballero de la Champagne, Hugo de Payens, fundó con otros ocho caballeros una orden monástica de hermanos combatientes dedicada a facilitar el tránsito seguro de los peregrinos, la idea recibió una amplia aprobación. Balduino II, que gobernaba Jerusalén, concedió a la nueva orden refugio bajo la mezquita de Al Aqsa, un lugar que los cristianos creían que era el antiguo Templo de Salomón, de manera que la nueva orden tomó su nombre de su cuartel general: los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón de Jerusalén. La hermandad inicialmente se mantuvo pequeña. Cada caballero formulaba votos de pobreza, castidad y obediencia. No poseían nada individualmente. Todos sus bienes terrenales pasaban a ser de la orden. Vivían en comunidad y tomaban su comida en silencio. Se cortaban el pelo muy corto, pero se dejaban crecer la barba. Obtenían la comida y la ropa de la caridad, y el modelo de su monasterio procedía de san Agustín. El sello de la orden era particularmente simbólico; dos caballeros subidos a una sola montura… una clara referencia a los días en que los caballeros no podían permitirse su propio caballo. Una orden religiosa de caballeros combatientes no era, según la mentalidad medieval, una contradicción. Por el contrario, la nueva orden apelaba tanto al fervor religioso como a la proeza marcial. Su creación resolvía también otro problema —el reclutamiento de soldados—, ya que proveía una presencia constante de luchadores de confianza.
«No es coincidencia que la mayor orden de caballería de la historia sea el Toisón de Oro. Con lo que queda claro lo que esconde la expresión Castillo. Es el castillo hiperbóreo donde los templarios custodian el Grial, probablemente el Monsalvat de la leyenda» (Umberto Eco, El péndulo de Foucault). El misterio ha envuelto desde siempre las auténticas motivaciones que surgieron en el ámbito político y religioso europeo del siglo XII para que determinadas instancias de poder decidieran la creación de una orden militar y religiosa a la vez, tan compleja en su trayectoria y tan desmedidamente poderosa en el corto lapso de medio siglo como la Orden del Templo de Salomón. En el contexto de los avalares sociopolíticos de este siglo y de los que siguieron, destacan importantes figuras que estuvieron en relación con la orden, que la favorecieron abiertamente, que la apoyaron desde una clandestinidad sorprendente —pues se trata de un apoyo que se produjo antes y después de su interdicción—, que colaboraron en su engrandecimiento y quizá después en su caída y ruina, o que la combatieron sin ambages desde su fundación. Desde san Bernardo de Claraval, su presunto fundador, a Inocencio III o Clemente V; desde el emperador Federico II Hohenstaufen al rey de Francia Felipe IV el Hermoso, pasando por los reyes trovadores, los condes-reyes templarios catalano-aragoneses, los condes de Provenza, los sultanes de Egipto o los reyes de Jerusalén: todos ellos se interesaron por los templarios, por su sabiduría, sus secretos y su poder, basado muy en parte en su floreciente economía.
Bernardo (1090-1153), fundador y primer abad de Claraval (Clairvaux, Francia), doctor de la Iglesia, ardoroso predicador de la II Cruzada, está considerado por muchos el verdadero fundador e inspirador de la orden. De hecho, su texto De laude novae militiae está dedicado a analizar las dificultades y contradicciones de una orden militar como la templaría, que pretende ser, por un lado, religiosa —y, por tanto, dedicada a la oración y a la compasión— y, por otro, militar —abocada a la guerra y al homicidio—. Pero ya el santo varón se encarga de dejar claros los conceptos de homicidio penado y homicidio en nombre de Cristo, lo que disculpa e incluso ensalza. Éste es el fundamento de la «guerra santa», que tan conocida es en su versión musulmana. De cualquier forma, la figura de Bernardo se presenta como impulsor de la nueva orden y su carácter enérgico y decidido consigue que el proyecto sea aprobado y reconocido, para bien de la cristiandad, que necesita de los esfuerzos de estos milites Christi, «soldados de Cristo», un término ya controvertido en la propia época de la fundación de la orden, pues no en vano se alzan numerosas voces, sorprendidas por este nuevo ejército militante que no tiene reparo en recurrir a la espada para defender la fe por medio de la sangre. Hay que tener en cuenta que, hasta el momento, los enfrentamientos entre ambas religiones —el cristianismo y el islam— habían sido dirimidos mediante pacíficos acuerdos, allí donde coexistían ambas religiones, o mediante métodos más expeditivos —en cuestiones fronterizas o entre reinos—. Pero nunca se había visto que monjes profesos no tuvieran reparo en acudir a las armas para solventar las diferencias con otras religiones. Esto sentaba un peligroso precedente y creaba un vacío legal en la aplicación de la doctrina católica. Si los siervos de Cristo podían recurrir a la espada con toda impunidad, teniendo incluso el Paraíso por recompensa, como sucedía con los integrismos musulmanes o los primitivos cultos germánicos, se violaba flagrantemente la ley mosaica.
De este modo, se santifica la guerra y la muerte violenta del enemigo, aunque san Bernardo trate de aclarar que «se trata de enfrentarse sin miedo a los enemigos de la cruz de Cristo», sin pararse a pensar que es precisamente Cristo el que renuncia, con su ejemplo personal, según los Evangelios, a utilizar la violencia de las armas contra los enemigos de la fe. Pese a la postura tan ortodoxa y tan en consonancia con la doctrina oficial de San Bernardo, no en vano doctor Ecclegiae, no faltan autores que sospechan intereses y motivaciones ocultas en su actuación y, quizá con exceso de imaginación, lo convierten en el misterioso abad de secreta conducta que, aparentemente hijo predilecto de la Iglesia romana, realiza toda una labor de zapa para, solapadamente, crear una orden de monjes-soldados cuyos estatutos les posibiliten poco a poco una independencia inusitada de la jerarquía eclesiástica. Monjes sujetos tan sólo al fallo del papa en última instancia y de cuya obediencia se pudieran desligar en un futuro gracias al inmenso poder de la orden, económico y, por tanto, también político y social. De ser cierto esto, Bernardo habría sido el artífice de un poderoso movimiento basado en postulados ideológicos y religiosos precristianos, encaminado a desarrollarse en el seno de la cristiandad, precisamente con el único fin de acabar con la hegemonía de ésta y de acelerar el advenimiento del Reino de los Mil Días que la Biblia preconiza.
Pero, más allá de las especulaciones, la doctrina y la figura de san Bernardo se conforman puntualmente a los patrones tradicionales de obediencia a la Iglesia, como demuestran sus escritos, pese a que en ciertas ocasiones tome la pluma para enmendar la conducta de algún pontífice. Bernardo es, ante todo, un hombre de iglesia, devoto y estricto, que quizá no llega nunca a sospechar el poder inmenso y los tortuosos caminos que recorrerán dos siglos más tarde sus hijos predilectos, los milites Christi, los soldados del Templo de Salomón a los que ha prestado todo su apoyo y esfuerzos. La historia se perfila en 1118. Jerusalén está ya en manos cristianas, y dos órdenes militares de reciente creación -los Hospitalarios (1110) y los Teutónicos (1112)- se encargan eficientemente de proteger los Santos Lugares de cualquier intento de recuperación por parte de los árabes. Pues bien, justo por aquel entonces el conde Hugo de Champagne, uno de los hombres más influyentes de Francia, poseedor de más tierras y siervos que el propio Rey, recluta a nueve hombres de su absoluta confianza para cumplir una extraña misión. El conde tiene 41 años, ha viajado en varias ocasiones a Tierra Santa participando en la Cruzada que conquistó esos territorios en 1099, y muestra un especial interés en que sus caballeros se establezcan en la Jerusalén cristiana. El entonces rey de la Ciudad Santa, Balduino II, les cederá sin demasiadas contemplaciones la plaza más importante del burgo: el recinto de la Cúpula de la Roca. Los musulmanes habían edificado en aquel solar una suntuosa mezquita, levantándola justo sobre el emplazamiento donde un día estuvo el sancta sanctórum del Templo de Salomón, y bajo la cual dejaron al descubierto una gran roca que la tradición asegura que había sido el lugar en el que Abraham, siguiendo órdenes de Dios, había querido sacrificar a su hijo Isaac. Pero aquella roca significaba mucho más.
Para los árabes, justo sobre aquel suelo de piedra había descendido una misteriosa “escala divina” por la que el profeta Mahoma había logrado ascender en cuerpo y alma a los cielos. Fue aquel un viaje santo en el que dicen que el profeta comprendió la estructura de la creación por gracia del propio Alá, convirtiendo la ciudad en el tercer lugar santo del Islam después de La Meca y Medina. El relato, idéntico en muchos aspectos al que la Biblia atribuyó siglos antes a Jacob -que también contempló otra de esas “escaleras al cielo” camino de Harrán (Génesis, 28)-, debió excitar la imaginación de los cruzados. Si aquella roca era lo que decían los infieles, allí debía esconderse una especie de “mecanismo” capaz de conectar cielo y tierra. Una especie de “ascensor” sobrenatural al reino de Dios. Fuera o no por esa razón, lo cierto es que los templarios se asentaron en la Roca –Haram es-Sharif la llaman los árabes- entre 1118 y 1128. Su misión: proteger el lugar y las rutas de los peregrinos que quisieran alcanzarla como meta espiritual. Paradójicamente, pese a su condición de caballeros, durante esos diez años de reclusión en la ciudad los hombres del conde Hugo no libraron ni una sola batalla. Sus espadas no se unieron a las fuerzas de ocupación cristiana de Jerusalén para luchar en los frentes abiertos desde Antioquía a Tiberiades, ni tampoco se preocuparon por reclutar a nuevos caballeros para su causa. Por el contrario, todo parece indicar que se concentraron únicamente en la excavación y desescombrado sistemático de los establos del antiguo Templo de Salomón, descubriendo unas gigantescas bóvedas subterráneas, demasiado grandes para albergar a unos pocos hombres y su séquito. Un cruzado alemán llamado Juan de Wurtzburgo, dijo que aquellos sótanos “eran tan grandes y maravillosos que podía albergarse en ellos más de mil camellos y mil quinientos caballos“. Y la duda, naturalmente, no tardó en saltar: ¿buscaban algo en particular aquellos hombres? ¿”Algo” quizá relacionado con la intensa historia de aquel pedazo de tierra?
Muchos estudiosos de este periodo histórico, como Louis Charpentier, Robert Ambelain o más recientemente Michel Lamy, sostienen que durante aquellos trabajos los templarios pudieron dar con alguna reliquia o quizás con documentos históricos importantes que les hicieron tremendamente fuertes a ojos del Papa y las monarquías de su época. Pero en 1945 surgió una nueva pista. Este año se descubrieron en Qumrán, junto al Mar Muerto, en Israel, algunos manuscritos antiguos de la época de Jesús. Uno de ellos, el llamado Rollo del Cobre, describía un fabuloso tesoro formado por la “vajilla sagrada” de Salomón, que debía estar enterrado en el subsuelo de aquel lugar desde el siglo IX a.C. ¿Buscaron los templarios ese tesoro? Si hemos de creer en lo que dice la Biblia, el ajuar del Templo debió ser fabuloso: un altar de perfumes de oro macizo, una mesa para los panes de la proposición de cedro y oro, copas, braseros y lámparas de metales nobles adornaban una estancia en la que se guardaba el tesoro de los tesoros, “el Santo de los Santos“: el Arca de la Alianza. Si descubrieron el depósito que cita el Rollo del Cobre o no, es probable que nunca lo sepamos, pero lo cierto es que en el año 1125 el mentor de aquella expedición de los primeros templarios, el conde Hugo, abandonó familia y posesiones en Francia y se apresuró a unirse a sus caballeros. ¿Para qué? Su precipitada salida de Troyes demuestra, sin duda, que el noble recibió noticias de algún descubrimiento fundamental que requería de toda su atención…
Fuera lo que fuese lo que hallaron los templarios, tres años después, al regreso de la campaña de Jerusalén, le sigue la fulgurante ascensión de esta organización. Se convoca el concilio de Troyes sólo para respaldar a la nueva milicia del conde Hugo. San Bernardo, en 1130, redacta los estatutos de la organización, y en 1139, en un tiempo récord, el papa Inocencio III concedía a los templarios unos privilegios exorbitantes para la época, haciéndoles independientes hasta de la propia Iglesia, y obligándoles tan solo a rendir cuentas al pontífice en persona. A partir de ahí, todo lo relacionado con el Temple se convierte casi en leyenda. Ningún documento histórico da fe de qué pudo convertir un grupo de nueve expedicionarios en toda una fuerza militar, religiosa y política de la época. Y los historiadores, casi a la fuerza, se han visto obligados a desembarcar en la literatura de aquel periodo para buscar respuestas. En los albores del siglo XIII un poeta y caballero teutónico llamado Wolfram von Eschembach escribe un abigarrado texto -titulado Parsifal – en el que afirma que los templarios son los custodios del Santo Grial. Pocos años antes, en otro texto escrito por un poeta de la región gobernada por el conde Hugo, un tal Chretien de Troyes, mencionó esa reliquia por primera vez, describiéndola no como la copa utilizada por Jesús durante la Última Cena, sino como una especie de bandeja o losa sagrada. ¿Habían descubierto los templarios el Grial? ¿Y qué era ese Grial del que nadie se había preocupado hasta ese momento?
Wolfram von Eschenbach (Eschenbach, actual Baviera, 1170 – 1220) fue un caballero y poeta alemán, reconocido como uno de los mayores poetas épicos de su tiempo. Como Minnesinger, también compuso poesía lírica. Nació en una familia noble y perteneció a la corte de Hermann de Turingia. Su máximo logro poético lo obtuvo con la célebre epopeya Parzival, de 25 000 versos rimados, cuyo tema procede del Perceval o el cuento del Grial francés, de Chrétien de Troyes. Eschenbach convirtió el poema en una verdadera epopeya, en la que el héroe asume el sentimiento de culpa propiciado por sus acciones desmedidas, iniciando posteriormente la búsqueda de la gracia mediante un camino de noble penitencia. Es éste el trasfondo básico que, ya en el siglo XIX, Wagner recogería para componer su famosa ópera del mismo nombre, Parsifal. Compuso diversas poesías líricas de tradición cortesana, así como dos epopeyas más, ambas inacabadas: Titurel, dedicada al tema de la fidelidad, y Willehalm, sobre el personaje de Guillermo de Aquitania. En su obra se observa gran admiración al conocimiento basado en la experiencia y una crítica a la erudición obtenida sólo a través de la lectura. Este trovador alemán, este Minnesänger, es una pieza clave para encumbrar el mito de Parzival. Fue de los más importantes trovadores de Wartburg y sus obras fueron muy apreciadas. Al parecer, fue un caballero a la manera de Ramón Llull. No se sabe a ciencia cierta cuándo nació, pero se cree que a finales del siglo XII. Su patria natal fue Baviera y Eschenbach su pueblo. Vivió gran parte de su vida en Ansbach. Su pueblo natal recibió hace poco el nombre de Wolframs-Eschenbach en su memoria, y se le erigió un monumento.
Lo más curioso es que Wolfram von Eschenbach no sabía ni leer ni escribir. Al parecer se hacía leer las obras y poseía una prodigiosa memoria. Era una mezcla de caballero medieval, poeta, monje y guerrero, «reunía en su persona elementos caballerescos y populares, laicos y eclesiásticos; tenía por única riqueza el arte que le dio Dios por única fuente de sustento, el canto; respiran sus poemas la fresca atmósfera del bosque y de las montañas». Se supone que concibió Parzival a principios del siglo XIII en el castillo de Wartburg —mítica cuna de poetas y trovadores— y lo finalizó en 1215. En este castillo, donde estos maestros cantores, cuyas tres reglas principales, Dios, su señor y la mujer amada, constituían la fuente de su inspiración, Eschenbach compuso su obra. Pues él fue el príncipe de los trovadores, junto con Walther von der Vogelweide y Heinrich Tannhäuser. Richard Wagner lo inmortalizó en su obra Tannhäuser, mostrándolo como piadoso y compasivo, caballeresco y máximo exponente de la Renuncia. Algunos han visto en su obra visiones mágicas y lazos esotérico-místicos. Se dice que Parzival revela gran control intelectual, una tendencia cognoscitiva, alquímica y mágica. Eschenbach es un guerrero nato, un guerrero Minnesänger de la guerra esotérica. Eschenbach habla del Grial como una fuente de poder de la que emana riqueza y abundancia sin límites, un objeto tan solemne, que en el Paraíso no hay nada más bello, el todo perfecto donde nada falta y que era al mismo tiempo racimo y flor.
Chrétien de Troyes (1135 –1190) fue un poeta de la corte de Champagne. Se dice que es el primer novelista de Francia y, según algunos, el padre de la novela occidental. Se conoce muy poco sobre su vida. Se supone que nació en Troyes y estudió lenguas clásicas, incluido el griego. Antes de entrar en una orden monástica, se orientó, gracias a su precoz talento o a algún protector de fortuna, a una carrera como clérigo en la Corte de María de Francia, quien le habría encargado algunas obras, y, más tarde, a la de Felipe de Alsacia, conde de Flandes, a quien está dedicado Perceval o el cuento del Grial. Fundamentándose en su nombre Chrétien, algunos creen que era un judío converso, tesis defendida por Philippe Walter. Sus narraciones transparentarían así una inspiración cabalística. Según otros su inspiración deriva del catarismo. Sea como fuere, sus orígenes, sin duda modestos, permanecen oscuros. Su fuente de inspiración se encuentra en la tradición celta y en las leyendas bretonas (la llamada matière de Bretagne, en castellano materia de Bretaña). Pero él confiere a estos materiales una dimensión cristiana nueva, fuertemente impregnada por los cantares de gesta en lengua d’oil de la segunda mitad del siglo XII. El secreto de su arte reside en su capacidad de operar, según sus mismas palabras, la buena conjointure, esto es, la alianza sabiamente dosificada entre la forma y el fondo. Considerado como uno de los primeros autores de libros de caballerías, donde mito y folklore se unen admirablemente para formar narraciones de encuesta, restringe el recurso a los elementos sobrenaturales, que él subordina a la descripción refinada de los sentimientos humanos, e incluso a la denuncia de iniquidades o injusticias sociales.
Es uno de los iniciadores de la literatura cortesana en Francia, aunque rinde cuentas al deseo y la sexualidad, al encuentro de los autores que desarrollaron el género tras su muerte. Cinco de sus novelas han llegado hasta nosotros: Érec et Énide, Cligès, Lancelot ou le Chevalier de la charrette, Yvain ou le Chevalier au Lion, Perceval ou le Conte du Graal. Guillaume d’Angleterre, novela que le es a veces atribuida, es de autenticidad dudosa. Lancelot e Yvain aparecen como sus novelas más célebres y complementarias, tanto por su tema como por su factura. Chrétien de Troyes las habría compuesto hacia 1175. En la primera, trata de la oposición moral entre el sentido del honor y la pasión adúltera; en la segunda, de la dificultad de conciliar la aventura caballeresca y el amor conyugal. De forma muy original, las intrigas de estas dos novelas se van entrelazando y el narrador no necesita enviar al lector de una a la otra. Habiendo inspirado a numerosos poetas en toda Europa, Chrétien de Troyes puede ser considerado como uno de los creadores de la novela medieval, sobre todo por la riqueza de sus obras y por la psicología compleja de sus personajes. Su genialidad e inventiva es notable, fue el primer autor en escribir sobre el Grial en una novela. Su larga notoriedad en una Europa medieval, donde los clérigos permanecen muy a menudo anónimos, subraya el valor excepcional de su talento y creatividad. La temática gira alrededor del ciclo bretón o leyenda del Rey Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda. Es muy probable que haya conocido la Historia de los reyes de Britania, de Godofredo de Monmouth y que la obra le haya servido de fuente de inspiración.
Aunque tradicionalmente se crea que el Grial fue la copa empleada por Jesús antes de ser sacrificado, o incluso el recipiente empleado por José de Arimatea para recoger la sangre del Mesías en la cruz, este objeto no se cita específicamente en ningún pasaje de la Biblia y no comenzará a hablarse de él hasta bien entrado el siglo XII. Graham Hancock, un escritor experto en enigmas históricos, avanzó en 1993 la hipótesis de que aquellas primeras alusiones al Grial de De Troyes y Von Eschembach escondían en realidad una clara referencia al Arca de la Alianza. Según explicó Hancock en su ensayo Símbolo y Señal, el hecho de que ambos poetas se refirieran al Grial como una losa podría estar haciendo alusión al contenido sagrado del Arca: las Tablas de la Ley. Hancock, además, encontró abundantes referencias iconográficas al Arca de la Alianza en las primeras catedrales góticas construidas en los alrededores del Condado de Champagne a partir del siglo XII. Capiteles, estatuas y vidrieras de Chartres, Amiens, París o Reims aludían al Arca y a su salida del Templo de Salomón, como si los constructores de estos templos supieran a dónde fue a parar tan codiciada reliquia. ¿Pero quiénes fueron esos constructores? Increíblemente, tampoco sabemos demasiado de ellos. Surgen en las tierras del conde Hugo poco después del regreso de los primeros templarios de Jerusalén y manejan técnicas de construcción inusitadas para un tiempo en que la arquitectura se reducía al tosco y monolítico arte románico. Aún así, después del año 1000 Europa vivirá un fervor constructivo sin precedentes: en apenas trescientos años -entre 1000 y 1300- se levantaron “todas las catedrales, monasterios e iglesias mínimamente importantes que hay en Francia“, dice Louis Charpentier en su obra Los misterios templarios. Los números son impresionantes: son 1.108 las abadías construidas a partir de 950, a las que en el siglo siguiente se sumarán 326, y otras 702 durante la centuria posterior.
Esta última expansión coincide, curiosamente, con algunos de los privilegios que se conceden a la Orden, cuando una bula papal de 1163, conocida como Omne Datum Optimun, otorga a los templarios la capacidad de conservar íntegros los botines capturados a los sarracenos, les exime de pagar el diezmo por sus propiedades aunque podrán recibirlo de otros, les facilita tener sus propios capellanes -impidiendo que nadie externo a la Orden controlara sus movimientos- y les permite incluso construir sus propias capillas e iglesias. De hecho, no en vano algunos historiadores creen que tras la financiación y diseño de las primeras catedrales góticas se encontraban los templarios. Sólo así se explica la aparición de una técnica constructiva con elementos tan innovadores -a la vez que arabizados- como el arco ojival, o la inclusión de complejos cálculos matemáticos y físicos en la ejecución de unas obras en piedra que parecían desafiar a la gravedad. Pero, de ser cosa de los templarios, ¿de dónde obtuvieron los conocimientos necesarios para ese nuevo modelo de arquitectura? Según Javier Sierra, las Tablas de la Ley no son las primeras piedras inscritas que entrega una antigua divinidad a los humanos. Mucho antes de que Moisés recibiera en el Sinaí tan valioso documento, el dios de la sabiduría egipcio Toth entregó a los hombres unos textos -las “tablas esmeralda“- en los que se contenían “todos los secretos del cielo y la tierra“. Imhotep, el arquitecto que se supone construyó la primera pirámide durante el reinado del faraón Zoser de la III Dinastía, se dice que recibió los planos de su edificio en una de esas tablas.
Es más, la idea de las mismas se helenizó con la llegada de los faraones ptolemáicos al país del Nilo, convirtiendo a Toth en Hermes Trismegisto, y acuñando el mito del saber inscrito en piedra de forma tan profunda que hasta el Renacimiento llegarán los buscadores de esas “tablas esmeralda“. No es, por tanto, demasiado osado establecer una relación entre las piedras de Toth y las tablas de Moisés, sobre todo si pensamos que éste último, si hemos de creer lo que dice la Biblia, fue príncipe de Egipto. Además, de esa forma se explicarían las conexiones arquitectónicas, de proporciones matemáticas y hasta de distribución que existen entre algunos templos del Antiguo Egipto y las catedrales de los templarios. Y sigue diciendo Javier Sierra que su investigación en este terreno ya ha arrojado sus primeros resultados. La existencia de un “saber religioso” nacido en Egipto y adoptado por los constructores de catedrales se demuestra en los paralelismos existentes entre ciertas imágenes del Libro de los Muertos y la estatuaria de los tímpanos de algunos de estos recintos cristianos. En arquitectura, se denomina tímpano al espacio delimitado entre el dintel y las arquivoltas de la fachada de una iglesia o el arco de una puerta o ventana. También es el espacio cerrado delimitado dentro del frontón en los templos clásicos. Se encuentra en el Antiguo Egipto en la primera mitad del siglo III a.C. Más tarde se encuentra en la arquitectura griega, luego en la cristiana y en la arquitectura islámica. El tímpano se presenta decorado con relieves como ocurre en los templos griegos, donde solía contener escenas mitológicas, o en las iglesias y catedrales del románico y del gótico, en las que solía contener escenas y motivos religiosos.
Según Javier Sierra, en Vézelay o en la catedral de Notre Dame de París, pueden verse en sus tímpanos principales una escena del llamado “Juicio Final” en la que un ángel pesa el alma de los difuntos y decide si condenarlos a ser engullidos por un monstruo con cabeza de cocodrilo o enviarlos al descanso eterno. Pues bien, el “Libro de los Muertos” egipcio -un texto que se cree tiene más de 5.000 años de antigüedad- describe cómo el dios Anubis pesa el alma del faraón en una balanza y decide si salvarlo o condenarlo a ser devorado por una criatura con cabeza de cocodrilo y cuerpo de león. ¿Casualidad? ¿Una improbable coincidencia de conceptos barajada por artistas de tiempos y estilos bien distantes? ¿O tal vez fruto de una transmisión de conocimiento del que los templarios fueron sus últimos depositarios? Los primeros en construir monumentos imitando la disposición de ciertas estrellas fueron los egipcios. Las tres grandes pirámides de la meseta de Gizeh, en El Cairo, imitan la disposición de las tres estrellas centrales de la constelación de Orión. Una constelación que para los faraones era la contrapartida celestial del dios Osiris. Los llamados Textos de las Pirámides lo explican: porque esas tres estrellas eran lo que llamaban el Duat, la “puerta celeste” a la que debía dirigirse el alma del faraón muerto antes de entrar al más allá. Ellos creyeron que imitando esa “puerta” en el suelo podían preparar mejor su viaje al Más Allá. Si tomamos las primeras grandes catedrales góticas -Amiens, Chartres, Reims, Bayeaux y Evreux- y las situamos sobre un mapa de Francia, veremos que la figura resultante recuerda la forma de la constelación de Virgo. Quizá eso explique porque todos estos templos se consagraron a la Virgen, pero desde luego parece tener que ver con una idea del templo sagrado que nos remite a época de las pirámides.
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