domingo, 3 de agosto de 2014

CONSIDERACIONES HISTÓRICAS ACERCA DE LA REGLA PRIMITIVA DE LA ORDEN DEL TEMPLE



LA VIDA COTIDIANA DE LOS TEMPLARIOS EN EL SIGLO XIII de Georges Bordonove)

En un principio, sólo era aplicable a un grupo restringido, pero, al ampliarse
rápidamente, reclamará soluciones circunstanciales y, por tanto, disposiciones
compleméntarias. Ya que el objetivo principal de esta obra es el estudio le la vida templaría
a mediados del siglo XIII, parece superfluo analizar la primera regla de manera demasiado
detallada. Sin embargo, es conveniente recordar sus líneas maestras.

Ante todo, la regla subordinaba el Temple a la autoridad eclesiástica, lo cual es normal
por tratarse de un convento, pero además designaba al patriarca de Jerusalén, a quien
otorgaba incluso el poder de colmar las eventuales lagunas del texto conciliar. Como
consecuencia, sometía a los templarios a los tribunales eclesiásticos. Sus obligaciones
religiosas, por otra parte, no podían ser las de una orden contemplativa. Los templarios
debían participar en los oficios celebrados por los clérigos regulares de Jerusalén, aunque
se exceptuaba a aquéllos que se encontraran fuera de la madre efectuando algún servicio,
y que podían reemplazar los maitines por el rezo de trece padrenuestros, las horas por
siete y las vísperas por nueve. El oficio debía oírse en su totalidad. Además, la regla daba
la relación de festividades y ayunos obligatorios.

La regla recomendaba prudencia cuando se trataba de aceptar a un nuevo hermano. Al
postulante se le debían leer los mandamientos de la casa para que supiera exactamente a lo
que se comprometía. Después de un tiempo de prueba el maestre y los hermanos decidían
si le concedían o le denegaban el hábito. Es curioso que la versión francesa omita dicha
prueba y deje la decisión —inmediatamente seguida de la toma de hábito— a discreción
del maestre y del capítulo. Asimismo, la regla latina parece prohibir el reclutamiento de
caballeros excomulgados, mientras que la versión francesa muestra en este punto ciertas
reservas. Quizás se deba a que el traductor era un latinista mediocre. Pero puede ser también
que los templarios quisieran ofrecer de modo una oportunidad de redención a los que, en
muchos casos, eran condenados por los obispos en un arrebato de ira.

En lo tocante al ingreso en la orden, la regla prohibía formalmente que se acogiera a
niños o a adolescentes pesar de que hubieran sido presentados por sus padres; prohibición
que encuentra su evidente justificación en el rigor y el carácter irreversible del
compromiso que se adquiría, que suponía, en efecto, una voluntad pronunciada con no
conocimiento de causa y con entera libertad. Además coincidía con los preceptos en uso en
la caballería, según los cuales no se debía armar caballeros a muchachos demasiado
jóvenes e incapaces por su edad de llevar la armadura y sus accesorios, de manejar
eficazmente la lanza y, sobre todo, la pesada espada: no se golpeaba con la punta sino con
el filo y, por tanto, había que tener la fuerza suficiente para blandirla a brazo partido.
Dicho de otra manera: uno tenía que tener veinte años aproximadamente o, en todo caso,
tener una poderosa musculatura. La regla (que sin duda ratificaba una situación ya
existente) dividía a los miembros de la orden en cuatro categorías o, por lo menos, sugería
esta clasificación:

— los caballeros
— los sargentos y los escuderos
— los sacerdotes
— hermanos de oficios o artesanos.

Al principio no todos los hermanos caballeros provenían de la nobleza, en contra de lo
que se ha afirmado. La obligación de ser caballero, hijo de caballero o supuesto como tal,
se sitúa en un período en el que el reclutamiento ya no planteaba ningún problema. Hay
que subrayar de la misma forma que los hermanos sargentos podían ser nobles, sobre todo
si servían a plazo fijo. De todas formas era entre la clase media (hidalgos, campesinos y
burgueses) donde el Temple tenía mayor éxito. ¿Es necesario añadir que esta clase era la
que proporcionaba los «cuadros» a la sociedad de su tiempo?

Hay otro aspecto sobre el que quisiéramos insistir: la habilidad de los redactores de la
regla, que se muestran constantemente circunspectos. No trataban de preverlo todo, y
evitaban establecer barreras estrechas y estructuras rígidas: por el contrario, dejan una
parte a la iniciativa con respecto a los arrendamientos, mezclando la firmeza con la
flexibilidad. Rigor en los principios y mesura en su aplicación. De este modo, la regla
otorgaba al maestre del Temple poder casi absoluto sobre los hermanos; sin embargo este
estaba obligado a consultar al capítulo antes de tomar las decisiones. Por lo tanto, los
Padres conciliares se guardaban de entrar en detalles sobre el poder magistral, o de dar
imperativamente la composición del capítulo: el conjunto de los hermanos o los más sabios
entre ellos segun caso y, se sobreentiende, el grado de urgencia. No querían entorpecer la
acción personal del maestre y, por tanto, dejaban elegir a sus consejeros.

Se advertirá también que existían los hermanos de oficios (los que desempeñaban
funciones domésticas), o de otra forma, los sirvientes. Podemos deducir de ello que en
1128, aquellos que se denominaban a sí mismos «Pobres Caballeros de Cristo» tenían a
partir de este momento medios necesarios para mantener, es decir, para remunerar a sus
servidores aunque éstos fueran poco numerosos, más, prescindir de auxiliares era casi
imposible para caballeros. En campaña no podían transportar por sí mismos su
impedimenta militar, aunque estuviera reducida estrictamente a lo necesario, ni mantener
en buen estado sus armas y armaduras si tenían necesidad de repararlas, ni ocuparse de la
numerosa caballería ni de sus accesorios: jaeces, bridas, sillas de montar, etc. Es evidente
que, desde su principio, la casa madre de Jerusalén albergaba a los artesanos
indispensables: herreros, guarnicioneros, panaderos, cocineros... unos habían profesado,
otros servían a plazo fijo.

Los ropajes debían ser de un color uniforme; bien blanco o negro, o incluso en «buriel»,
es decir, gris amarronado. No obstante, los caballeros que habían profesado llevaban tanto
en invierno como en verano el manto blanco —que era una larga capa— como signo
distintivo que indicaba que estaban «reconciliados» con el Creador. El blanco es el color de
la inocencia y de la castidad, resguardo de coraje y de salud corporal. Esta reserva formal
tenía como fin evitar que los caballeros-huéspedes, los escuderos y los que servían a plazo
fijo («por misericordia») y que en ocasiones estaban casados, provocaran el escándalo y
llevaran la desgracia al Temple cubriéndose con el manto blanco. Es muy probable que
esta disposición fuera introducida por Hugo de Payens tras algunos abusos. Por lo demás, la
regla recomendaba simplemente la simplicidad. La indumentaria templaría no debía
presentar nada «superfluo». Estaba prohibido llevar zapatos «de punta» (de punta
retorcida) y pieles, salvo las de cordero y carnero. Ninguna búsqueda de elegancia,
considerada fuente de orgullo: había que tener los cabellos cortos y la barba larga; las
armas, jaeces y arreos debían ser sólidos pero sin ningún ornamento. En cuanto a la
manera de vestir, nada distinguía ni siquiera al maestre.

La disciplina era severa, a la vez religiosa y militar, según el principio y el particular
destino de la orden: había obligación de comer en silencio, y dos por cada escudilla en
signo de humildad. Pero el régimen alimentario tenía en cuenta el hecho de que los
templarios eran combatientes. En consecuencia, se limitaban los ayunos practicados en los
otros conventos. Siguiendo la misma perspectiva, se desaconsejaba a los hermanos seguir
los oficios de pie: debían reservar sus fuerzas para las patrullas y el combate.

En resumen, la regla de 1128 era una adaptación de los usos practicados por el Temple
durante los nueve primeros años de su existencia a la regla de San Benito. Añadía poca
cosa al reglamento inicial, pero oficializaba la cofradía y le confería el derecho de percibir
diezmos y de poseer en propiedad dominios y feudos, según el sistema feudal.

(Extraido del Libro LA VIDA COTIDIANA DE LOS TEMPLARIOS EN EL SIGLO XIII de Georges Bordonove)


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